martes, 14 de mayo de 2013



Cuanto valor nos dá el saber de filosofos de este género.



Hace tiempo que conozco este libro de Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, Madrid 1998, 207 pp. El original se publicó en 1997, poco antes de la muerte del autor. Al inicio, Guitton se encuentra moribundo cuando recibe la visita de un personaje misterioso con quien dialoga sobre su propia vida e itinerario intelectual. Desde su lecho de muerte, pasando por su entierro hasta su juicio celestial, Guitton conversa con filósofos (Sócrates, Bergson), Papas (Pablo VI), artistas (Dante), historiadores, santos y políticos que ha conocido personalmente, o sobre quienes ha trabajado durante su vida. En estas conversaciones expone de forma ingeniosa -a través de preguntas, respuestas y otros comentarios- sus razones para creer en Dios, para ser cristiano y católico, su visión del arte, del problema del mal, el alma, el hombre, las relaciones entre fe y razón, etc. Destaca en particular el sentido común y el realismo filosófico del autor.
La agudeza de Guitton, quizá se manifiesta especialmente en los siguientes temas:
  1. la consideración de la creencia religiosa en la sociedad actual (“sacraliza sus materialismos”, p. 22);
  2. el modo en que deshace las contradicciones de la moral kantiana (“seremos libres… cuando actuemos únicamente a partir de reglas universales no contradictorias“, p. 197);
  3. su comprensión de la obediencia (“la libertad consiste en ser absolutamente independiente de todo. Sólo Dios es así. Luego la única manera de ser libre es estar perfectamente unido a Dios… Llame a esta unión perfecta obediencia, si lo desea. Me parece que la obediencia o la perfecta armonización de la voluntad del hombre con la voluntad de Dios no es más que el principio de una unión aún más sustancial donde el ser mismo del hombre estaría como agarrado al ser mismo de Dios”, p. 194);
  4. Dios como ser personal cognoscible por la razón.
Expone su pensamiento revelando también aspectos de su vida personal e intelectual. En particular, da a entender que el intelectual no puede quedarse en un engreimiento soberbio; que no basta conocer la verdad, poder razonar la fe ni desarrollar un argumento incontestable para salvarse; que, ante todo, hay que amar a Dios y a los demás y, humildemente, dejarse amar.

1 comentario: